Lo que le sucedió a Venecia en el siglo XIII parece estar ocurriendo hoy en varias regiones del mundo. La enfermedad puede llamarse la serrata, como se decía en la Venecia de inicios del Renacimiento al proceso de cerrar o trancar las puertas, o bien, la autodestrucción resultante de la codicia.
Este concepto fue expuesto por un excelente libro de Chrystia Freeland llamado Plutocrats: The Rise of the New Global Super-Rich and the Fall of Everyone Else, publicado hace algunos años en los Estados Unidos e injustamente eclipsado por el afamado texto de Thomas Piketti El Capital en siglo XXI, que se publicó apenas meses después. Me reencontré con el libro de Freeland en mi biblioteca en días pasados y lo releí de un tirón el fin de semana. Se refiere a la enfermedad del 1% y su autodestrucción.
La enfermedad se describe así: los procesos de acumulación de riqueza se dan generalmente en «sociedades abiertas»: muchos sectores y personas participan de los procesos de riesgo, creación e invención. Sin embargo, un vez que se verifica una gran acumulación, el sector más rico y poderoso cierra puertas para que otros participen y, directa o indirectamente, más bien extraen dinero del resto de la sociedad. Sin embargo, esta codicia genera su propia autodestrucción en el mediano y largo plazo. La autora desarrolla el término de «sociedad inclusiva» para aquellas que permiten que muchos participen la creación y distribución de riqueza y «extractiva» para aquellas otras donde la cúpula extrae de abajo, de las otras clases, cerrando canales y con impuestos inversos.
Freeland evoca que en la Venecia de 1315 (después de un extraordinario período que la convirtió en una de las ciudades más ricas de la Europa renancentista gracias a la institución de la colleganza), los nobles y ricos de la ciudad decidieron hacer la serrata, mediante el Libro D´Oro, el cual definía quiénes eran los nobles. Creaba un círculo cerrado para los negocios. Esa codicia tuvo sus graves efectos: un siglo después la ciudad se había apagado y muchos habían perdido su riqueza. Si la mayoría se empobrece y pierde capacidad de compra y de demanda, la oferta se debilita. Al final, todos perderán.
Eso mismo parece haber sucedido en los EEUU de los últimos lustros. Como recuerda Freeland, después de décadas de expasión económica desde 1950 hasta 1998, los recortes tributario de la Administración de George H. W. Bush para los millonarios y supermillonarios en los EEUU cambiaron el mapa de la distribución. Desde entonces, el 1% de la sociedad norteamericana concentra cerca del 43% del ingreso. Obama pudo hacer poco para cambiar esa tendencia. Emmanuel Saez y Thomas Piketty documentaron en su oportunidad como, del rescate de US$ 700 billones de dólares aprobados para salvar Wall Street en 2008, el 93% de las ganancias de ingreso posterior fueron hacia el 1% más rico del país.
Adicionalmente, un 0,01% de los más ricos capturó el 37% de las ganacias adicionales de ese proceso económico, personas con un ingreso anual promedio de US$ 4.2 millones por casa, mientras un 80% de la población vive con apenas el 7% de la riqueza del país desde hace dos décadas. La sociedad más poderosa del planeta con un esquema de distribución del tercer o cuarto mundo. Las políticas aprobadas recientemente por la Administración Trump de seguir con el modelo de exención tributaria para los supermillonarios es la nueva vuelta la tuerca de la serrata de este modelo. De allí su declinación y crisis ante otras potencias emergentes del planeta.
Y esta enfermedad de la serrata también se extiende por otros lugares del mundo. Lo mismo parece suceder en América Latina y la pequeña Costa Rica, desde donde remito esta nota. La CEPAL y la estadística interna nos indican que Costa Rica, otrora una de las sociedades más equitativas de América Latina, se está convirtiendo en una sociedad también «extractiva» y cerrada, con un grupo que concentra la mayoría del 4,0% del PIB del crecimiento anual. El índice de distribución Gini pasó de 0,37 a un lamentable 0,52 en menos de dos décadas. La antigua «Suiza centroamericana» y el autoproclamado país más feliz del mundo parece que va -ilusa y tontamente- por el mismo camino de la Venecia del siglo XIII.