No era un buen estudiante. Nunca había sido un buen estudiante. Su temperamento era inquieto, voluble. No paraba de moverse en su silla; le picaba. Se sentía extraño: no pisaba un salón de clase desde sus 16 años. Escogió la última fila, la de quienes quieren pasar desapercibidos ante los ojos del profesor. Allí se sentó el primer día, y allí permaneció hasta el último. Casi todos conservaron sus puestos iniciales, por ese extraño impulso de territorialidad que rige los nuevos espacios. Ese primer contacto de cada estudiante con cada silla las había sellado para siempre, conformando las futuras fuerzas, las fronteras, que no eran un simple capricho sino que determinaban el ángulo, la perspectiva, los grupos que se habrían de formar y la amistad.
José y yo, por cuestiones de azar, quedamos el uno sentado junto al otro. Había que romper el hielo, darle un poco de calor a ese grupo de más de veinte desconocidos. El mismo libro indicaba que la primera actividad debía ser Presentar-se i coneixer els companys. Pero, para darle un giro al ejercicio y evitar hablar de nosotros mismos, la profesora nos propuso conversar con el vecino, hacerle ciertas preguntas y luego presentarlo.
¿Com et dius? Se llamaba José, pero a partir de ese momento sería El Joseph.
¿On vius? Vivía en Barcelona, en el barrio la Barceloneta, donde había nacido.
¿A quí et dediques? Era conductor de camión.
¿T’agrada cuinar? No recuerdo si le gustaba o no cocinar, pero sí que le encantaba estar con la gente.
Yo lo presenté, él me presentó y todos nos presentamos. Éramos un grupo diverso, que iba desde los 22 hasta los 67 años. En la primera fila, ocupada por señoras, la una había hablado de la otra con una fluidez envidiable, con un catalán nasal, natural, nativo. Los demás lo pronunciábamos con torpeza, traduciendo palabra por palabra, cada uno con sus respectivas entonaciones nacionales. Había un checo, una argentina, tres colombianas, una rusa y varios españoles, entre otros. Pero el catalán no es solo cuestión de aprenderlo sino de imitar el acento; ahí yace la diferencia entre hablarlo bien o mal.
También convivíamos todo tipo de profesionales: ingenieros, activistas, administrativas, contadores, jubilados, amas de casa. Y sin duda eran estos últimos —los jubilados y las amas de casa— quienes nos llevaban una ventaja abismal. No estaban allí para aprender el idioma, porque ya era suyo, ni para conseguir un certificado y trabajar en algún ámbito oficial; tampoco necesitaban mejorar su pronunciación para alguna entrevista laboral: no tenían que demostrarle nada a nadie. Estaban allí únicamente por orgullo.
Estaban allí porque no sabían escribir en catalán, y porque no querían morirse sin aprender a hacerlo. Era su lengua, la podían hablar perfectamente, pero no escribirla. De niños, habían ido al colegio durante la dictadura franquista en España, cuando la enseñanza en este idioma estaba prohibida. La persecución tuvo como consecuencia que no menos de dos generaciones de catalanohablantes no pudieran recibir educación en su lengua materna y se dieran altas tasas de analfabetismo en catalán entre la población que tenía más de 50 años en el 2010, población que seguía viva y de la cual había varios representantes en la clase.
No saldríamos del Nivell intermedi 1 escribiendo una obra maestra. De acuerdo con el cronograma, bastaba con que redactáramos una nota, una solicitud y una invitación, pero El Joseph le tenía pánico al papel. Prefería los trabajos en grupo y tenía siempre a mano un bolígrafo, para ofrecérselo a alguien más. Era un hombre grande, fuerte, mediterráneo, acostumbrado a su libertad, a andar por sus carreteras, llevando grandes cargas, hablando con la gente, aprendiendo de la calle. “La calle te enseña mucho —cuenta—, esa ha sido mi escuela”.
Ahora tenía que acostumbrarse a hacer otra vez tareas. Y él no era un buen estudiante. Nunca había sido un buen estudiante. “Lo que pasa es que he tendido a recostarme—confiesa—, pero la verdad que lo que quería ser lo he conseguido. Yo, por lo menos, estoy feliz porque he podido trabajar en lo que realmente quería ser cuando era pequeño. De pequeño, mi papá me llevó a una agencia de transporte, en la que él había trabajado de encargado, y allí yo me quedé con la imagen de los tráilers, cómo entraban; los camiones, cómo descargaban. No me gustaba estudiar, y mi papá me dijo: o estudias o trabajas ¡Pues trabajo!”.
Se puso a trabajar de camarero, hasta que cumplió los 18 años y se apuntó para sacar el carnet de conducir, porque hasta los 18 no podía. Y luego, a los 21, se apuntó para sacar el carnet para camión, porque hasta los 21 no podía. Y luego se compró una camioneta. Y luego entró a una empresa que tenía muchos camiones. Y ahora, si aprobaba estos niveles, soñaba con poder ser chófer de la Generalitat. Y era feliz, porque le gustaba el trabajo que hacía. “Yo, cuando me levanto en la mañana para ir a trabajar, yo voy feliz al trabajo. La mayoría de gente no le pone pasión, y resulta que la pasión, de aquí, de adentro, no se aprende”.
Lo demás sí, y él intentaba aprenderlo reemplazando su hiperactividad por paciencia. Como la idea de este nivel era, básicamente, que aprendiéramos a escribir, era importante estudiar la morfosintaxis de la lengua. El Joseph decía todo el tiempo ideas con un “sentido completo y, por tanto, que comunican un mensaje”, pero no era consciente de que a eso se le llamaba oración, y que esta, a su vez, estaba compuesta por muchos otros elementos: sustantivos concretos, abstractos, comunes, propios. Adjetivos, de doble terminación y de una sola. Artículos, numerales, demostrativos, posesivos; pronombres personales, fuertes y débiles; interrogativos, preposiciones, etc. Las cosas se iban complicando, hasta que llegamos a la pesadilla de los subjuntivos, ese extraño modo gramatical de las “afirmaciones hipotéticas, inciertas o los deseos; todos ellos caracterizados por el rasgo irrealis, que se opone al rasgo realis del indicativo”… ¡Deu n’hi do! ¡En lugar de catalán, esto parecía chino!
En este punto, la balanza de la clase comenzó a igualarse. Nos complementábamos: los más adultos —nativos— tenían la pronunciación y una comprensión innata. Y los más jóvenes —extranjeros—, el conocimiento teórico, la práctica académica aún fresca. Lo bueno era que repasar estos conceptos no solo nos abría la perspectiva a un nuevo idioma, sino que nos ayudaba a entender mejor el propio, cualquiera que este fuera. El problema era que El Joseph se ponía nervioso cuando hablaba en público o cuando le tocaba el turno de leer, y aún más cuando La Reina —sí, así se llamaba la profesora— le corregía la pronunciación o alguna expresión equivocada. Así fue como descubrió, con poco agrado, que toda su vida había cometido los mismos errores, simples, comunes, pero al fin y al cabo errores.
Aunque casi siempre sabía la respuesta, también lo ponían nervioso los típicos ejercicios de los libros para aprender idiomas, eso de “Cambia el género y el nombre de los sustantivos siguientes”, “Lee este texto con atención y rellena los espacios con a o e”, o los ejercicios de acentuación. Lo descubría mirándome de reojo, intentando verificar si lo que hacía estaba bien, escudriñando en mis respuestas, pidiéndome un rescate. El Joseph tenía miedo de no aprobar. Tenía miedo de no poder demostrarles a sus hijos que él también podía aprender. “Y si yo puedo aprobar, tú también lo puedes hacer”, era lo que les decía.
Sus hijos habían nacido durante la democracia, por lo que habían recibido una educación en catalán, casi en su totalidad. Muchas de las preguntas con las que llegaba a clase, muchas de sus interminables dudas mientras hacía tareas, se las hubieran podido responder ellos, pero él era incapaz de preguntarles. “¡A hacer los deberes o si no te castigo!”, le decía, en broma, su hijo. Pero él esperaba a la mañana siguiente, a que se hubiera ido y a que su hija estuviera dormida. Entonces se iba al comedor, sigilosamente, para que nadie lo molestara, y se ponía a estudiar a escondidas.
Todo iba bien, hasta que llegamos al sintagma nominal y al verbal. Estos conceptos terminaron de enredar todos los anteriores y El Joseph se veía muy ansioso. No le gustaba estar perdido. Le susurrábamos algunas explicaciones, pero La Reina nos regañaba por hablar. Entonces hicimos un trato: nos encontraríamos antes de clase, yo lo ayudaría a aclarar sus dudas y, a cambio, podría hablar con él y practicar.
Aunque nos veíamos en un bar entre los callejones de la Ciutat vella, seguimos hablando siempre en catalán. La relación había comenzado en ese idioma y ya no lo podíamos cambiar. Ese era uno de los curiosos fenómenos que se daba en esta sociedad bilingüe: si empezabas a hablar con alguien en catalán, hablarías con él para siempre en esa lengua; lo mismo si empezabas en castellano. Esta dinámica funcionaba también al interior de las familias. El Joseph, por ejemplo, hablaba con sus hijos en castellano, pero en catalán con su abuela. Otras personas hablaban con la madre en un idioma y con el padre en otro. O siempre que insultaban lo hacían en castellano y, en cambio, preferían el catalán para hablarles a sus mascotas con ternura.
Cataluña no puede entenderse separada de su idioma. De hecho, la lengua se ha convertido en el alma del espíritu nacionalista. Al ser el símbolo que aglutina a los catalanes, cuando ha habido algún tipo de represión política, también se ha dado una lingüística. Lo que ocurrió durante el franquismo no fue gratuito. A lo largo de su historia, esta lengua ha sido castigada en varias ocasiones. De acuerdo con el libro El catalán: una lengua de Europa para compartir, el primer eslabón se puso tras la Guerra de sucesión, con el Decreto de Nueva Planta de Cataluña (1716), en el que el rey Felipe V “advertía que el español pasa a ser la única lengua oficial de la Real Audiencia”. De hecho, en ese mismo año, el Consejo de Castilla le sugirió al rey lo que Franco haría siglos después: que en “las escuelas de primeras letras y de gramática no se permitan libros en lengua catalana, escribir ni hablar en las escuelas, y que la doctrina cristiana sea y la aprendan en castellano”.
El Joseph había vivido su infancia en ese ambiente represivo, en el que no se podía hablar catalán en las calles; solo entre amigos, familiares y vecinos, corriendo el riesgo de que te escuchara la persona equivocada y te dijera: “Hábleme en cristiano” y te llevaban a la comisaría y allí, dependiendo de cómo te iba, pues te daban una paliza, según las ganas que tuvieran. Fue hasta la década de los ochenta, tras la muerte de Franco, que la gente, poco a poco, empezó a hablar nuevamente en su lengua. Contrario a lo que se esperaba, con cada medida restrictiva la población respondía aferrándose cada vez más a su cultura. Para El Joseph, “el problema surgió cuando comenzaron a apretar: no aprietes, no aprietes. Cuando a ti te prohíben alguna cosa es cuando realmente sales a luchar. Aquí independentistas había muy pocos, y cuando comenzaron a prohibir, cada vez que apretabas te salían 50.000 más, ¿por qué? Porque estás oprimiendo al pueblo”.
Un idioma hablado por más de 7 millones de personas y con más de diez siglos de historia merece ser protegido, pero en el afán por defenderlo también se puede caer en el otro extremo. Hoy, por ejemplo, aunque hay libertad de cátedra, el catalán es la lengua principal de las escuelas, excepto por la asignatura de ‘castellano’, que evidentemente se tiene que dictar en este idioma. Para algunos empleos también se requiere cierto nivel de catalán, y muchos de los alumnos con los que compartía clase asistían por presión y necesidad. Igual todos éramos concientes de que si el catalán era indispensable para un trabajo, lo más natural era que eligieran a alguien nativo.
Pero lo importante fue que nos divertimos: hicimos una lectura de poemas, expusimos un tema, organizamos un mercadillo en el que nos desprendimos de un trasto usado y nos quedamos con el de alguien más. Volvimos a ser niños, a entender a través de dibujos, a ser libres con las pocas palabras de nuestro vocabulario. Aprender, a ciertas alturas, no es solo un acto de orgullo, de rebeldía, sino también de humildad. Para el último día organizamos un pica-pica. Nos repartimos postres, quesos, bebidas, panes, embutidos, mientras hablábamos de nosotros, de la vida, de lo que íbamos a hacer para Navidad, de las costumbres de nuestros países. Todo, mientras uno por uno íbamos pasando a hacer el examen oral. Cuando todos ya habíamos sido evaluados, nos despedimos. ¡Hasta el próximo curso!...Ninguno volvió a saber nada del otro, excepto por El Joseph. Según me enteré, logró aprobar.
Curiosidades del catalán (especialmente con respecto a Colombia)
Crispeta, como se les dice a las palomitas de maíz en Colombia, es una palabra de origen catalán.
En catalán no existe la expresión Te amo. Solo existe T’estimo, aunque ellos aseguran que tiene la misma intensidad.
Los catalanes no se toman un café sino que lo hacen. Dicen: ¿Fem un cafè? (¿Hacemos un café?), en lugar de ¿nos tomamos un café?
La forma de dar la hora en catalán es, probablemente, una de las más extrañas y complicadas del mundo. No dan la hora exacta, es decir, el tiempo que ha pasado hasta el momento, sino el que ha transcurrido de la hora siguiente. Por ejemplo, para indicar que son las 3:15 p.m. en catalán se diría que es ‘un cuarto de las cuatro’. Los ojos están siempre puestos en el futuro, lo cual refleja muy bien su mentalidad. Hay otro idioma que tiene el mismo mecanismo: el alemán.
Embolicat es una palabra en catalán que significa que algo está enredado, confuso, hecho un revoltijo. Lo mismo que se quiere expresar en Colombia cuando se dice embolatado, una palabra bastante similar (este punto quizá sea solo suposición de la autora).
Carulla no es solo un supermercado, sino un apellido en catalán. Lo mismo que Barraquer, que no es solo una clínica, sino que lleva el apellido de su fundador. Son ejemplos de la influencia de los inmigrantes catalanes en Colombia.
El catalán no solo se habla en Cataluña sino en parte de Aragón, Valencia, las Islas baleares, El Alguer (Cerdeña, Italia), en una pequeña parte de Francia y en Andorra, único país en el que es el idioma oficial.
El catalán también le ha hecho préstamos de palabras al español. Entre ellas, algunas con mucho sabor, como chuleta, turrón y butifarra. Este embutido, tan famoso en la Costa Caribe colombiana, donde su sabor se ha transformado, proviene, precisamente, de Cataluña.
A diferencia del castellano, el catalán no se pronuncia exactamente como se lee. Las vocales, dependiendo de su ubicación o acentuación (hay tildes cerradas y abiertas) pueden tener diferentes sonidos. El alfabeto catalán tiene algunas novedades como la Cé trenzada, la Ele geminada o la diéresis, no solo sobre la u sino también sobre la i. Así: ï…