"Los zombies, muertos que caminan o vivos que han perdido sus almas, tienen un aire de estupidez irremediable. Pero dos o tres se escapan y recuperan la vida perdida, el alma robada: un solo grano de sal vale para despertarlos. Un solo granito de sal. ¿Y cómo va a faltar sal en la morada de los esclavos que derrotaron a Napoleón y fundaron la libertad en América?"
Eduardo Galeano. El Siglo del Viento

I

Al llegar al aeropuerto de Puerto Príncipe y ver las baldosas como recién fregadas, los funcionarios en sus rutinas y las pantallas con información actualizada, ella pensó que a lo mejor sus prejuicios no eran más que eso.

Se sintió llegando a Pereira o a Medellín, solo que ya nadie hablaba español. Por tanto, cuando le retuvieron los papeles no entendió muy bien cuando le preguntaron a qué iba una colombiana a Haití, debido a que las autoridades migratorias temían que llevara droga o que fuera una prostituta, suposición que se le hizo un tanto absurda, ya que no tenía sentido que una mujer quisiera desempeñar precisamente dicho oficio en el país con la prevalencia de VIH más alta fuera de África subsahariana.

II

Luego de algunos trámites la dejaron seguir. Sellaron su pasaporte. Era julio del 2012. Ella –según recuerda y a pesar del incidente- “estaba muy contenta”, pues llevaba mucho “tiempo esperando aquel momento para ir como misionera”. La esperaban unos miembros del equipo. Salió y buscó su nombre entre los letreros que sobresalían en las afueras de la terminal. Allí estaba: Tita Waldo Quinto.

Su madre, Rosa, había decidido que, sin importar lo que dijeran los papeles, su hija habría de llamarse Tita de los Salmos y no María Dionisia, como la había registrado su padre a escondidas para conmemorar que había nacido el 9 de octubre, en el onomástico de San Dionisio. Pero a Rosa ese nombre le pareció feo y grande, en contraposición a su hija, bonita y chiquita.

Los apellidos permanecieron intactos: Waldo Quinto. El primero era una herencia de aquel norteamericano que, atraído por la fiebre del platino, tuvo un romance con su abuela y partió después.

Fue uno de los muchos extranjeros que llegaron a comienzos del siglo XX y se establecieron cerca del río Condoto, en pueblos como Andagoya, Istmina y el mismo Condoto, para trabajar con la compañía Chocó Pacífico, la principal beneficiaria del auge .

Hoy, todo el esplendor que la rodeó solo se evidencia en las grandes bodegas abandonadas, invadidas por el musgo, así como en los ojos claros y piel mezclada de los descendientes de aquellos breves amoríos.

III

Ya era un poco tarde y el conductor, que se introdujo por las calles destapadas del puerto, “andaba muy rápido”. Tita, que no se quería perder nada, miraba por la ventana mientras sostenía una cámara de fotos.

Detrás del vidrio empezó a ver “niños descalzos, descamisados, corriendo por ahí, algunos pidiendo plata (…) cantidades de hombres caminando, haciendo nada”, y mujeres atendiendo puestos improvisados de cualquier cosa: de mangos que sacaban del monte o de una especie de masitas de harina, que “parece que se fritaban era del calor, porque el calor era impresionante”.

También vio “personas defecando cerca de las vías”, a otras lavando sus pies en las aguas residuales y a unas “niñas con vestiditos, así, corticos, prostituyéndose por una bolsa de agua”.

Nada de lo que había visto se le parecía. Lloró. Ninguna de sus experiencias en la selva con las comunidades indígenas del Cauca ni de la Serranía de Perijá, ni en Ciudad Bolívar o en los barrios improvisados que se levantan en los cerros de Bogotá se acercaba si quiera un poco. Menos aún el Chocó, donde la gente “por más pobre que sea tiene su casa y detrás de la casa tiene su sembrado”.

Tal vez lo que vio en Puerto Príncipe solo lo podría comparar con lo que era antes la calle del Cartucho, con la gente hurgando entre la basura, porque veía que “por un lado estaban los perros esculcando y por el otro los humanos mirando a ver qué hay”.

Se dirigían hacia la localidad de Gressier, al suroeste de Puerto Príncipe, en la región de Léogane, una zona rural que lucía ligeramente desértica. La colonia que llegó a ser la más rica del mundo durante los siglos XVII y XVIII, aquella que con sus extensísimas plantaciones de caña de azúcar le generaba más beneficios a Francia que los trece estados norteamericanos en su conjunto a Inglaterra, ya no tiene casi árboles. Cuenta con cerca del dos por ciento de cobertura forestal. La gente ha talado los bosques porque la principal fuente de energía es el carbón vegetal.

Finalmente llegaron a la casa en Gressier, una especie de hotel al que los misioneros le pagan una cuota mensual y donde encuentran todo lo necesario para vivir.

Una vez instalada, al segundo día, la invitaron a un orfanato dirigido por una pareja de estadounidenses que decidió dejarlo todo en su país para ir a ayudar a Haití. Llegaron y les abrieron el portón, porque todas las casas tienen una especie de enrejado con una puerta que custodia la propiedad, y todos, hasta los que tienen demasiado poco, anhelan tener uno.

Entraron. Tita estaba ahí, parada, cuando vio a un niño que pareció reconocerla y que salió corriendo hacia ella, se le encaramó y se le recostó. Desde las nueve de la mañana no la soltó. Tita pensó que, como ella también es de piel negra, quizá la había confundido con su madre muerta, pues por alguna razón él habría ido a parar a un lugar así.

IV

Rosa murió dando a luz a un varón. Era su décimo hijo. Dicen que fue preclampsia, pero no se sabe. Después del entierro, Saulo, su esposo, decidió que él solo no se podía hacer cargo de todos sus hijos, en especial de los que estaban más pequeños, así que “los repartió en varios lugares”, con allegados, parientes lejanos o vecinos.

Cada hermana “estaba en una casa diferente”. Tita fue a dar con unos conocidos, que vivían en San Pablo, un pueblo cercano. Ella tenía como unos seis años, pero se acuerda de doña Delfina, “una anciana alta y encorvada” que la adoptó para tener una niña que la ayudara en la casa y en la tienda de víveres que abastecía con productos básicos a la comunidad. Entonces, si se le acababa algo de la tienda, Delfina mandaba a Tita hasta Istmina a buscarlo. En la mañana le amarraba una caja en la cabeza y ella empezaba a caminar, descalza, por uno de aquellos senderos que entre machetazos le habían arrebatado a la selva para comunicar las diferentes poblaciones del Chocó. Casi al anochecer Tita regresaba con todos los encargos. Algunas tardes también llegaban los nietos de doña Delfina, de visita, pero ella casi no jugaba con ellos sino que se iba al patio y se sentaba a ver las gallinas. No hablaba con casi nadie, excepto con un señor al que todos le decían ‘El loco’, que pasaba de vez en cuando y era su amigo.

Una señora que había sido muy cercana a su mamá la veía caminar durante sus largos trayectos e indignada buscó a Saulo para decirle que eso no podía estar pasando.

-“Si usted no la quiere, démela, que yo la voy a criar bien. Esa niña ya está de entrar a la escuela, de que la cuiden, porque es una niña, no tiene por qué estar haciendo esas cosas”, le reclamaba.

Y resulta que, de tanto insistir, consiguió que una mañana Saulo llegara a San Pablo a recoger a su hija.

-“Mija, vine por usted”, recuerda ella que le dijo.

Tita saltó a abrazarlo y se le colgó del cuello. Fue a recoger sus cosas, las metió rápido en una bolsita y salió, agarrada de su mano.

V

Hasta la una de la tarde la mantuvo entrelazada. Se desenganchó sin dar mayores explicaciones y Tita se puso a averiguar quién era. Descubrió que el niño se llamaba Cristóbal, como el conquistador, y que su mamá no estaba muerta sino que vivía en el orfanato. Ayudaba a cocinar y con el aseo, a cambio de que la aceptaran a ella y a su hijo, una práctica bastante común en Haití.

Las mujeres “tienen sus niños, los llevan al orfanato y se quedan sirviendo ahí, sin sueldo, a cambio de la comida”. Otros recién nacidos simplemente son dejados en la entrada. También es usual que las embarazadas que no quieren abortar -muchas de ellas prostitutas- se arrimen y pregunten si es posible que les reciban a sus bebés cuando den a luz. Incluso se acercan padres que dicen: “miren, no tengo qué darle, no tengo nada, entonces me voy a ir para República Dominicana o para algún lado: ¿me recibe el niño?”.

Esta misma escena se repetía en otro orfanato, organizado por haitianos, en el que Tita empezó a trabajar días después, solo que la situación era más difícil porque contaba con menos recursos. No obstante, "la dueña se las ingeniaba para que a los niños no les faltara nada". A veces molían el maíz y hacían “como una especie de arroz atollado del Pacífico, pero sin verduras. Cocinaban el maíz, lo maceraban y lo pasaban por un cernidor. Lo servían en los platos, lo esparcían como una especie de crema de fríjol, y esa era la proteína”.

La primera vez que Tita entró a este orfanato vio a una gran cantidad de niños regados en el patio, distrayéndose con cualquier cosa. Al poco tiempo se percató de que uno de ellos se mantenía a distancia. Se llamaba Deschinash y los niños no se le acercaban demasiado porque era callado y tenía más brotes que todos, aunque, según había notado, “casi la totalidad de la población haitiana sufría de problemas en la piel, manchas y hongos, por la mala calidad del agua”.

Al verlo así, retraído, Tita le empezó a dar un tratamiento especial. Se inventaba cualquier excusa para obligarlo a acercarse y hacerlo sentar en sus piernas un rato. Le hacía las curaciones de primero, pues sufría de graves complicaciones cutáneas por ser portador de VIH; también tenía sífilis. Ambas enfermedades le fueron transmitidas por su madre, hoy muerta.

VI

¿Qué podría pensar una niña de seis años que ve que su familia se disuelve?

“Qué podría pensar. Solo estaba allí, en el momento”. La imagen de su mamá, al comienzo tan clara, empezaba a deshacerse clandestinamente. En cambio aparecía doña Delfina, su maltrato, “su trato que nunca fue de cariño”. O la cara de esa otra niña que llegó después, que venía de Andagoya, que “era mala” y le “hacía maldades”. Entonces ella tenía que quedarse callada, porque la chantajeaba. “Qué podría pensar”…

VII

Con el paso de los días su agenda como misionera se fue acomodando. Se levantaba muy temprano, cuando aún estaba oscuro. Luego salía al orfanato y allá se quedaba toda la mañana, ayudando y cuidando a los niños. En la tarde se iba a una clínica, donde trabajaba como enfermera. Además, empezó a dictar los fines de semana una clase de español en una escuela comunitaria.