Las últimas décadas han traído al interiorismo diversas tendencias que ya creíamos superadas. La recreación de ambientes antiguos, el amontonamiento desligado de objetos, la atmósfera destartalada, la provocación tecnológica, el exceso gráfico en el espacio, la argumentación pueril, entre otros muchos recursos visuales, son las apelaciones a la moda en este inicio de siglo. Y términos como estilismo, chic, ecléctico, vintage, lujo, imitación, ficción, retro, romántico, nostalgia, típico, decorativo y tendencia son solo algunos de la interminable lista de calificativos empleados para describir la inmensa cantidad de hojarasca que se genera en el mundo del diseño de interiores. Se diseña tanta inconsistencia que la buenísima calidad de muchos proyectos queda eclipsada por el reino de la futilidad.
A mi entender, esta situación actual no es gratuita. Es el peaje que una sociedad cada vez más líquida está pagando a los aprovechados. Han transcurrido noventa años desde el inicio del Movimiento Moderno y todavía no hemos sido capaces de crear el sustrato suficiente en la conciencia colectiva de la sociedad para persuadirla que abandonando los clichés rancios se vive mucho mejor. Las propuestas de la modernidad sin duda mejoraban substancialmente la calidad de vida con un sinfín de experiencias estimulantes i sugestivas, pero necesitaban una actitud mental potente para saberlas apreciar o una penetración a nivel inconsciente para asimilar las transformaciones radicales que planteaban, que tampoco fructificó.
Hubo incomprensión y falta de sintonía. Los gustos y, todavía más que los gustos, las necesidades espirituales asociadas a la percepción normalizada mayoritaria, no sentían la conveniencia de unas innovaciones que proponían menos privacidad y menos objetos mueble a cambio de más luz, más flexibilidad y más riqueza espacial en los lugares habitables. Ello supondría el abandono de modos de vida sancionados por la costumbre, que se basaban en factores sociales, éticos, estéticos y psicológicos muy arraigados. Entre un espacio pletórico y rico a la vez en sensaciones físicas e intangibles, generado en libertad, fuera de los cauces acostumbrados, y otro espacio que atienda consideraciones sociales como la apariencia, la representación y los gustos estéticos homologados, normalmente armados con una expresividad material excesiva, la mayoría escoge el segundo.
Estamos acostumbrados a presenciar la batalla que la modernidad consistente tuvo que librar para subsistir en medio de los dudosos movimientos que, en todos los tiempos, han querido arrinconarla esgrimiendo ausencia de calor, hogar y tradición. Sin embargo, el interiorismo que siempre ha merecido beneplácitos -aunque minoritario- no ha sido el que surgía de estas alternativas, sino el innovador, el que exploraba y ponía el énfasis en descubrir modelos nuevos para aportar progreso en lugar de repetirse.
Es en las últimas décadas cuando se ha instalado la anomalía de favorecer la exageración decorativa, la atmósfera provocadora o ambas cosas a la vez. Muchas veces produce resultados inquietantes pero aceptados por el simple hecho que utilizan maneras y elementos propios de un mundo objetual reconocible sin apenas tener que pensar.
Desde fuera de la profesión, una creciente connivencia entre aprovechados de diferentes sectores está dictando las reglas del gusto en interiorismo. Son el márqueting, la publicidad, el mercantilismo..., unidos para fomentar el consumismo sin ninguna consideración cultural seria. Su misión es orientar la acción hacia donde el terreno está más abonado. Y, ¿donde está más abonado el terreno? Con toda seguridad lo está allí donde el criterio propio, la reflexión crítica y los códigos culturales están menos afinados para poder valorar el diseño consistente, es decir, en la mayoría desinformada de la sociedad.
Estos aprovechados consiguen aumentar las ventas apelando al deseo. En una operación de construcción, como las del interiorismo, siempre hay un componente de deseo que ayuda a tirar adelante venciendo indecisiones, dudas e ignorancias de todo tipo. De cómo se gestione este deseo dependerá el rumbo cultural del interiorismo que generamos entre todos. Puede ir al lado de la exploración sin lastres paralizadores, o puede ir hacia el lado de la recreación de esquemas obsoletos resueltos impostadamente, como está ocurriendo actualmente con la manipulación de las conciencias que practican los aprovechados. Resulta paradójico: el consumo de gadgets tecnológicos y la retrogradación del interiorismo actual avanzan en paralelo. La idealización de aquello que fue, presentando un pasado de confort frente a un futuro incierto, es una tarea fácil de asimilar a la hora de generar la atmósfera de los espacios interiores. Y así, una inmensa cantidad de experiencias vitales estimulantes quedan sin efecto.
Quién se haya atrevido a romper paradigmas caducos con la contribución de un buen profesional suele reconocer la complacencia que experimenta con los nuevos espacios diáfanos, el protagonismo de la luz y los muebles simples. Resulta extraño, pues, que aún cueste tanto superar las dinámicas de todo tipo que llevan a la gente a vivir en espacios de nueva construcción, tristes, anodinos y resueltos, como por obligación, imitando tradiciones, clasicismos y rusticidades mal entendidos. Estos espacios, donde vive la inmensa mayoría de la humanidad pudiente, reprimen la buena vida a cambio de aparentar una pobre representación social, absolutamente fuera de lugar en los tiempos que corren. Ante estas anomalías de factura fácil, infundidas interesadamente para combatir el buen diseño con el mínimo esfuerzo, no cabe ninguna condescendencia, bien al contrario, conviene contrarrestarlas irónicamente con buenos proyectos y una convincente labor didáctica de los profesionales competentes.
En interiorismo, cuando el objeto de intervención es una preexistencia antigua, respetar lo existente y que lo existente proporcione pautas para una intervención contemporánea, siempre ha sido un método acertado que ha obtenido resultados ricos y reconfortantes. Pero esta voluntad del interiorismo culto no tiene nada que ver con la desfachatez del decorativismo inducido actual que, en buena medida, defiende modelos de tiempos pasados sin importarle el grado de falsedad de los materiales utilizados para imitarlos. Los materiales, muebles y objetos que propone esta tendencia, por una suerte de capilaridad, impregnan el sentimiento de la mayoría de los usuarios y destruyen la capacidad de razonar.
Su objetivo es conseguir que aprovechando la facilidad de penetración de los mensajes rancios y de tipo vernacular, el equilibrio entre sentimiento y razón -binomio que siempre ha funcionado para la toma de decisiones sólidas- quede reducido tan solo al sentimiento. El público se ve inducido a valorar más los impactos emocionales que los racionales. Así, el sentimiento colectivo de veneración de lo antiguo, trabajado cuidadosamente por quienes prescriben, consigue unificar los criterios de elección del público y aumentar el beneficio comercial.
Pero no siempre es lo antiguo y lo vernacular el estímulo. Muchas veces el móvil viene del interés en parecer industrial, artesano, aprovechado, natural, descuidado e incluso cutre. Para la comprensión de este tipo de propuestas basadas generalmente en la excentricidad, no hace falta ningún nivel de competencia alto. Al contrario, el solo instinto capta con facilidad el mensaje explícito que se le ofrece y el morbo, que lamentablemente suele asociar diseño a extravagancia, termina de hacer el trabajo. La coherencia funcional, la formalización consecuente, los argumentos firmes, la experimentación serena...exigen esfuerzo. Estos valores, salvo alguna excepción, no interesan al gran público decantado a consumir lo que “estar de moda” recomienda, es decir, las trivialidades más fáciles de asimilar -aunque incluyan falsedades y sucedáneos- impuestas por los aprovechados que dirigen las tendencias desde fuera de la profesión.
Para apreciar la obra de arte -o cualquier fenómeno plástico, podríamos añadir-, David Hume consideraba necesaria la concurrencia de dos constantes: la novedad y la facilidad. Sin novedad, afirmaba, la obra no interesa, pero sin un poco de facilidad que permita comprenderla tampoco logra la adhesión del público no iniciado. Luego, ¿es la novedad fácil lo que mueve al público? El estudioso de la estética Gillo Dorfles escribía en 1970: ”en realidad, el público siempre quiere lo viejo (más que lo nuevo) o algo nuevo que sea tan fácil de comprender como lo viejo”. El desinterés actual por las propuestas profundamente innovadoras, aquellas que necesitan esfuerzo para asimilarlas, vuelve a demostrar la vigencia de este fenómeno. De eso a la extensión del decorativismo solo hay un paso y todos los finales de etapa lo han sufrido.
Viene bien recordar que a principios del siglo XX, Eugeni d´Ors, escritor catalán impulsor del Novecentismo, preocupado por los excesos decorativos del último Modernismo, exclamó, haciendo referencia a los decoradores: “fantasistas truculentos, inventores de incongruencias, individualistas lastimosos”. Así era percibido por algunos el decorativismo. El movimiento cíclico de la historia nos ha devuelto una situación un poco similar. Pero lo que sorprende ahora, después de una etapa fructuosa de innovación como la que ha habido, es que pueda cuajar simultáneamente y en clave decorativa una veneración tan acusada por la antigüedad y la novedad ficticias como la que existe y que dificulta considerablemente el avance de las soluciones progresistas que alimentaron un auténtico laboratorio de ideas en la etapa anterior. Sin duda, la crisis también hace que se retroceda mucho en este sentido.