Para los pobladores indígenas de los Andes existe una palabra que no solamente es parte de su identidad sino también una divinidad; los Apus. Desde épocas ancestrales, aun no definidas, los indígenas andinos creian en la divinidad de las montañas o en los espíritus que las habitaban, Apus (vocablo quechua). Existen muchísimos estudios, investigaciones, interpretaciones e hipótesis sobre el tema, pero muy pocos se han preocupado en definir el punto de origen de este culto. En estas líneas trataremos de explicar los probables motivos naturales que originaron esta costumbre bajo una mirada científica.
Cuando la corona española ocupó los territorios sudamericanos, desde Panamá hasta la Tierra del Fuego, inició con ello una especie de inventario cultural. Los compiladores de esa tarea eran los cronistas, quienes se encargaban de escribir no sólo lo que sucedía, sino también las nuevas impresiones y conocimientos que poseían las culturas conquistadas. Dado que en aquel tiempo en Sudamérica (desde el norte, ahora Ecuador y Colombia, hasta las Pampas argentinas) reinaba el Imperio Inca, empezó allí un reconocimiento de su cultura y de sus divinidades. Tanto los cronistas como posteriores investigadores concluyeron que la adoración a las montañas tenía un contexto relacionado con la naturaleza y la supervivencia de la cultura.
Por un lado las montañas otorgaban a los valles parte del recurso hídrico para las cosechas anuales. Las partes altas de la cordillera andina corresponden a nevados que tienen un sistema de drenaje interno muy original: en las partes bajas de los mismos aparecen conductos de donde fluyen caudales considerables de agua. Los incas empezaban precisamente en estos puntos su sistema de irrigación, tarea ingenieril que quizá sea tema para otro artículo. Este argumento natural era de mucha significación. En cuanto a la supervivencia; los indígenas eran conscientes de que desde las montañas obtenían el recurso primordial para la agricultura y querían de alguna manera retribuir esa bondad a los espíritus que habitaban la cordillera. Por ese motivo hacían ceremonias especiales en su calendario y ofrecían en sacrificio animales y también personas.
Pero, ¿por qué ese respeto mayor hacia el abastecedor de vida? ¿A su capacidad o a su ira? A esas preguntas no hay ninguna explicacion. La adoración a los Apus no es inca, sino mucho más. antigua. Al referirnos a esa frase „más antigua“ podríamos hablar entre 5.000 y 20.000 años. De ese tiempo existen pocos registros culturales. Nuestra suposición es que un fenómeno atemorizó a los indígenas y les obligó a respetar a las montañas o a sus espíritus. Ese suceso pudo haber sido la actividad volcánica. Toda la costa del Pacífico es parte del „cinturón de fuego“ de nuestro planeta Tierra.
Al margen de estos dos argumentos vitales de la cultura indígena, debemos considerar, desde la perspectiva científica, el factor geológico; es decir, el momento geodinámico que atravesaba la tierra en aquellos momentos y las consecuencias -de fenómenos anteriores- a las que estaba expuesta. La cordillera fue en algún momento una cadena volcánica enérgica. De ella han quedado pocos volcanes en actividad, pero quiero enfocar la hipótesis a los „no activos“. Probablemente hacia el año 1000 d.C., ya no existía actividad volcánica en los Andes a excepción de los que siempre han tenido baja actividad y se encuentran en el segmento „cinturón volcánico del Pacífico“. Aunque la iconografía de las culturas no nos muestra una prueba directa de la actividad volcánica de la región, podemos suponer que sí la hubo. La consecuencia de ella nos acerca a su código religioso y a la magia de sus cosmo-tradiciones.
Los habitantes indígenas, desde México y las costas del Caribe hasta la Patagonia, eran totalmente dependientes de la naturaleza. El vigor de ella se reflejaba en vida o muerte, abundancia o carestía, paz o guerra. Esta raíz ocasionó sin dudas la adoración a los Apus. La composición de los suelos, los innumerables bancos de roca volcánica y la actual actividad volcánico-sísmica son el fundamento científico de esta tesis. Las antiguas culturas sufrieron no únicamente erupciones volcánicas, sino también los efectos de las nubes piroclásticas. Los vulcanólogos hablan de flujos piroplásticos que están compuestos por cenizas y gases (entre 700 °C y 1.000°C) cuya velocidad (entre 100-200 km/h) destruye todo lo que encuentra a su paso. Muy probablemente las montañas andinas tuvieron ese tipo de actividad post-volcánica. Este fenómeno geológico fue el punto de inicio de un culto que aún tiene vigencia.
Para probar esta tesis con un ejemplo, nos podemos referir a la erupción de flujo piroplástico del volcán „Calbuco“ en la región de Los lagos, al sur de Chile, en el corazón patagónico. En abril de 2015 los pueblos y ciudades cercanos al Calbuco fueron evacuados. Lo impresionante de esta erupción es que a ella sucedió la avalancha piroplástica que pudo haber terminado en una catástrofe para los pobladores de La Ensenada, el pueblo más afectado.
La vulcanología no está aún muy desarrollada porque es un campo investigativo que requiere muchos recursos económicos y tiempo para llegar a conclusiones. Nuestra hipótesis descansa en la base del estudio de los suelos cuya composición química a lo largo del continente está estrechamente vinculada a la actividad volcánica. Aunque se sabe muy poco sobre la dinámica del magma; ésta afecta también a los volcanes inactivos, que en otras palabras son montañas situadas en uno de los „cinturones de fuego“.
Quizá la ciencia y los vulcanólogos puedan descifrar con el tiempo qué tipo de actividad piroplástica hubo en el transcurso de la historia para que se reconstruya y bautice con una fecha la adoración indígena a los Apus.