El 25 de julio se celebra la festividad de Santiago, Patrono de España, mencionado en los Evangelios canónicos como uno de los doce discípulos que acompañaron a Jesús en su predicación por tierras de Palestina. Las mismas fuentes lo identifican como hijo de Zebedeo, y tanto él como su hermano menor, Juan (también apóstol, así como autor del cuarto Evangelio y del célebre Apocalipsis), eran humildes pescadores de la localidad galilea de Betsaida. Junto con Pedro, ambos fueron testigos de la Transfiguración y otros prodigios, como la resurrección de la hija de Jairo y la agonía en el huerto de Getsemaní.
A Santiago, hijo de Zebedeo, los Evangelios lo llaman Santiago el Mayor para distinguirlo de su homónimo, hijo de Alfeo y denominado el Menor, quien andando el tiempo fuera primer obispo de Jerusalén.
Por su parte, Jesús puso a los hermanos Juan y Santiago un curioso apodo, Boanerges, término arameo que significa «Hijo del Trueno», al parecer por el carácter impetuoso que compartían. Según el Evangelio de Lucas (9:51-56), los hijos de Zebedeo se enfadaron tanto cuando Jesús y su paupérrimo séquito no fueron recibidos en una aldea samaritana, que pidieron la caída de fuego celestial sobre quienes habían rechazado al Mesías. Un estallido de ira que les deparó la regañina del nazareno.
Santiago en la Leyenda áurea
Poco se sabe acerca de la vida del Patrono de España. Para empezar, su nombre original era más breve, el hebreo Jacob (como el legendario hijo de Isaac). Más tarde, el patronímico original fue castellanizado como Iago, y ampliado con la adición del apócope de santo (el «Sant» que lo precede).
El franciscano italiano Jacobo da Voragine (1230-1293) relató la vida de Santiago en su Leyenda áurea, la más extensa colección de vidas de santos que jamás se haya escrito. Según esta fuente, tras la muerte de Jesús, el hijo de Zebedeo (y del Trueno) predicó en Hispania (nombre que recibía la península Ibérica en tiempos del Imperio romano), donde chocaría contra el cerril paganismo de sus habitantes. Después regresó a su Judea natal, y allí convirtió a la fe cristiana a los magos Hermógenes y Fileto. Su popularidad despertó las suspicacias del sanedrín, de modo que el sumo sacerdote Abiathan lo denunció ante Herodes Agripa, rey de Judea, quien ordenó la ejecución del apóstol. Camino del suplicio, aún tuvo ánimos para curar a un paralítico, portento que supuso la conversión del fariseo Josías, que fue ejecutado también. Fue el primer discípulo de Cristo martirizado: su muerte acaeció en Jerusalén, hacia el año 42. El cadáver quedó abandonado fuera de la ciudad hasta ser recogido por sus hermanos de fe.
La leyenda evengelizadora
La noticia más antigua conservada sobre la predicación de Santiago en España —un hecho que a efectos históricos resulta más que improbable— proviene de la obra agiográfica De vita et obitu sactorum utriusque Testamenti (Vida y muerte de los santos de ambos Testamentos), atribuida a San Isidoro de Sevilla (c. 560-636), el patriarca de las letras hispanas en el período visigótico. Sin embargo, la leyenda fue difundida más tarde por el monje Beato de Liébana, en su himno O Dei Verbum (788). Pocos años después del óbito del religioso lebaniego (fallecido en 798), en 810 fue milagrosamente descubierto el sepulcro del apóstol en tierras gallegas.
De origen más impreciso es la leyenda, nacida a finales del siglo XIII, que relata el episodio de la aparición de la Virgen María al apóstol, sobre un mojón miliario romano alzado junto al río Ebro, en la ciudad de Caesaraugusta, la actual Zaragoza. Piedad y tradición quieren que ese mogote —un indicador de caminos— sea el pilar hoy venerado en la basílica del mismo nombre.
Así, durante la Edad Media se extendió la creencia de que Santiago el Mayor fue el evangelizador de Hispania; de igual modo se pensó que san Pablo había participado en la misma tarea, si bien con posterioridad al hijo de Zebedeo (el seminario de la ciudad de Tarragona conserva en su recinto una capilla románica, construida sobre la roca donde cuentan que el apóstol se aupó para predicar a los tarraconenses). Sin embargo, tampoco hay evidencia de que tuviera lugar el viaje paulino a España, anunciado en la Epístola a los romanos y cuya consumación sugiere la Epístola a los corintios. En nuestros días, algunos historiadores sostienen como hipótesis más plausible la que señala a emisarios de Pablo como los verdaderos introductores del cristianismo en la península Ibérica (segunda mitad del siglo I), descartando la visita de Santiago.
Sin embargo, la tradición insiste en que el Hijo del Trueno se convirtió en algo así como el primer turista incondicional de España, puesto que a su suelo regresó una vez muerto, haciendo gala de los medios milagrosos que solo están al alcance de los santos (o de las mentes más fantasiosas): se dice que, una vez martirizado el apóstol, rescataron el cuerpo dos discípulos del finado, Atanasio y Celedón, quienes se hicieron a la mar junto con los despojos, en una frágil barca que la Divina Providencia guio hasta las costas de Galicia (obsérvese la coincidencia argumental con el mito del Santo Grial: un objeto sacro es recuperado por seguidores de Cristo, que arrostran los peligros del mar confiados en la voluntad suprema de Dios y gracias a esta arriban a buen puerto, en el lejano Oeste, siguiendo el curso del Sol). No bien tocaron tierra (la leyenda quiere que a la altura de Iria Flavia, actual Padrón), Atanasio y Celedón buscaron un lugar adecuado para inhumar el cuerpo, sin ceremonias públicas ni alharacas de ningún tipo; lo hicieron en el lugar de Libredón, y sobre el túmulo erigieron una modesta capilla. Años después, los santos sepultureros serían enterrados a ambos lados del maestro.
La invención de la tumba del apóstol
El transcurrir de los siglos —con las invasiones bárbaras e islámica de por medio— cernió sobre la tumba del apóstol un velo de anonimato. Pero Santiago iba a manifestarse cuando la cristiandad hispana más precisaba del favor divino, amenazada como estaba por la pujanza militar de los sarracenos.
Ocurrió a principios del siglo IX. El monje Poio —o Pelayo— observó una luz, al parecer sobrenatural, que surgía de la tierra en un paraje próximo a Padrón: su resplandor formaba una suerte de campus stellae (en latín, campo de estrellas, origen del topónimo Compostela). Puesto al corriente del suceso Teodomiro, obispo de Iria Flavia, quiso verificarlo con sus propios ojos y quedó maravillado ante el prodigio, por lo cual ordenó la inspección detenida del terreno. Los braceros hallaron una pequeña gruta, donde reposaba el arca de mármol que contenía —según su inscripción epigráfica— los despojos del apóstol.
Era el día 25 de julio del año 813.
El furor de los crédulos
La noticia de la aparición de los restos del apóstol se propagó por toda la Cristiandad con velocidad semejante a la de una epidemia (que en esa época, por desgracia, no era suceso extraordinario ni baladí). León III, papa de Roma entre los años 795-816, certificó en su epístola Noscat Vespra Fraternitas la veracidad del hallazgo del cuerpo de Santiago. También se hicieron eco del evento los martirologios de Floro de Lyon y de Adon, obras fechadas en el ecuador del siglo IX. Europa entera —y también el Próximo Oriente, aún poblado entonces por numerosos cristianos— quedó conmocionada ante la magnitud de la noticia.
Para las mentes crédulas de la época se trataba de un suceso formidable: los Santos Lugares de Palestina, donde se había desarrollado la vida de Jesús, estaban en poder de los musulmanes desde 638, pero Dios compensaba la pérdida regalando a sus devotos el cuerpo de uno de los apóstoles del Nazareno (y a la sazón, uno de los principales). Después de épocas oscuras, la Cristiandad volvía a esperanzarse: mientras Carlomagno, coronado emperador por el Papa en el año 800, contenía el empuje de los pueblos bárbaros del oriente y se perfilaba como baluarte inexpugnable frente a los sarracenos, el sepulcro de Santiago adquiría la función de concitar las voluntades de todos los fieles del orbe en la lucha por el triunfo final del Evangelio. En este sentido, la tumba del apóstol supuso para los cristianos el mismo fetiche aglutinador que la piedra negra de La Meca para los musulmanes.
Tampoco debe despreciarse la importancia del culto a las reliquias en el milagroso descubrimiento –u oportuna invención– del cuerpo de Santiago, ni para su conversión en centro de peregrinaje. Según creencia muy extendida hasta el siglo XVIII, y de hecho nunca negada oficialmente por la Iglesia católica, que sigue tolerando este tipo de culto, los vestigios del cuerpo, la ropa u otros aditamentos íntimamente relacionados con Jesús o los santos tenían poderes milagrosos, que los fieles podían atraer en su beneficio mediante la oración y la penitencia.
Con todos estos ingredientes, poco faltaba para que las peregrinaciones a Compostela se convirtieran en uno de los grandes fenómenos de masas de la historia europea.