Tras la muerte de Carlos II “el Hechizado” sin descendencia, allá por el 1700, se puso fin a la dinastía de los Austrias en España. Carlos II había nombrado sucesor a Felipe de Anjou, nieto de Luis XIV de Francia, quien fue coronado como Felipe V: el primer Borbón.
Los comienzos de esta nueva dinastía fueron dignos de un episodio de Juego de Tronos, y como tal, hubo de correr sangre antes de izar la corona. Inglaterra y Holanda no veían con buenos ojos el ascenso del poder francoespañol, por lo que decidieron apoyar al bando austriaco, sustentado por los Habsburgo de Viena.
Se formó un bando dentro y fuera de España que no aceptaba al nuevo rey y apoyaba al otro pretendiente, el Archiduque Carlos de Habsburgo. Fue así como estalló la Guerra de Sucesión, que se prolongaría entre 1702 y 1714. A aquellos días por cierto se remonta la turbia toma de Gibraltar por los ingleses en 1704, digna de otro capítulo dedicado a la piratería.
Dentro de nuestros territorios, Felipe fue apoyado por Castilla y Navarra mientras Carlos recibía el apoyo de la Corona de Aragón. En julio de 1706, Carlos de Habsburgo entraba en Madrid, aunque su visita no duraría demasiado dado el respaldo del pueblo madrileño a Felipe.
Uno de los principales artífices de la breve estancia de su alteza don Carlos en la capital fue el uso de un arma secreta. En Madrid había más de 100 burdeles y era vox populi que el fragor de la batalla (de otras batallas) se trasladaba a sus estancias. Las madames de los lupanares decidieron contribuir a la causa borbónica obsequiando a los carlistas con las prostitutas enfermas, previamente adecentadas. Como resultado, más de 6.000 soldados enfermaron de sífilis y gonorrea.
Felipe de Anjou se convirtió en Felipe V y en el primer Borbón en el trono español, pero seguro que nunca se le olvidó que parte de esa victoria se la debía a las meretrices madrileñas. Y es que ya se sabe que en el amor y en la guerra todo vale.
No es baladí el asunto de las enfermedades de transmisión sexual, pues durante la Primera Guerra Mundial los estadounidenses contabilizaron un total de hasta 87 bajas por cada millar de soldados debido a estas enfermedades. Las autoridades militares, conscientes del problema, llevaron a cabo tareas de concienciación. Estas iban desde la proyección de vídeos que mostraban los terribles efectos de las mismas hasta los pasionales sermones de crucifijo y sotana.
No fueron estas homilías tan pasionales como los propios soldados con las lugareñas, y llegada la Segunda Guerra Mundial, los combatientes seguían infectándose de la misma afección que ayudó a la victoria de nuestro primer Borbón.
No en vano, durante 1940, los soldados de la Wehrmacht y las SS acantonados en Francia sufrieron más pérdidas de efectivos por este tipo de dolencias que a causa del propio combate durante la invasión y conquista del país. Los combatientes no debían de saber si temer más a las balas o a la sífilis y la gonorrea. Esperemos que las muertes fueran notificadas a los familiares bajo el marbete de “honorable muerte en combate”, por el bien de las lágrimas de las dolientes viudas.
El ejército alemán, consciente de la inevitabilidad del esparcimiento de sus varones, creó los llamados “burdeles de campo” con estrictas medidas de higiene y prevención para evitar al enemigo silencioso.
Al otro lado del océano, también durante la Segunda Guerra Mundial, el FBI instaló en secreto un burdel gay en el vecindario neoyorquino de Greenwich Village. La casa de citas estaba llena de agentes encubiertos multilingües cuya misión consistía en sacar información a los marinos extranjeros que llegaban a las costas norteamericanas. Para el FBI esta fue una de las misiones más exitosas de la guerra.
Mucho antes, hacia el año 411 a.C., se estrenaba una comedia del autor griego Aristófanes, quien había vislumbrado el potencial humorístico de las sábanas como arma de guerra. O como arma contra la guerra, para ser más exactos.
Bajo un perfil jocoso, la protagonista pretendía hacer un llamamiento a la paz tras veinte años de guerra entre Esparta y Atenas. Esta, llamada Lisístrata, una matrona de su hogar, harta de la guerra, decide reunir a todas las mujeres de Grecia para hacerles partícipes de una estrategia que llevaría al fin de la contienda. Tal empresa consistía en que todas ella, tanto atenienses como espartanas, no debían mantener relaciones sexuales con sus maridos hasta que estos no firmaran la paz.
Sobra decir que la guerra llegó a su fin. Si bien estas negociaciones de paz pertenecen al ámbito de la ficción, ha quedado más que claro que la realidad supera tan frecuentemente a la ficción que más cabría darle la vuelta al dicho por “la ficción supera a la realidad”.
Mucho ha llovido desde estos acontecimientos y mucho han cambiado las armas de guerra, cuyas trincheras en muchos casos se han trasladado a escenarios de mítines y campañas políticas.
Recordemos que, durante la Primera Guerra Mundial, el reclutamiento masivo de varones dejó a la industria sin obreros. Si bien es cierto que los trabajadores de ciertos sectores económicos estratégicos estaban exentos de ir al frente, el imparable auge de la industria armamentística junto con todo el tejido empresarial relacionado con la guerra hacía indispensable aumentar la mano de obra. Las mujeres vinieron a constituir esa fuerza laboral emergente que durante cuatro años descubrió el valor de la independencia económica y la libertad. Estas mujeres no tardarían mucho en hacer uso de su fuerza política como colectivo. No es casualidad que el derecho a voto femenino se consiguiera en la mayoría de los países desarrollados en los años posteriores a la Gran Guerra.
Hoy en día, cuando el voto femenino es parte de nuestra vida cotidiana, existen políticos que desprecian la fuerza del colectivo femenino. Aun cuando lo ideal sería no tener que hablar de colectivo femenino, ciertos políticos al otro lado del atlántico crean o recrean esa conciencia de colectivo. Veremos si Hillary Clinton sabe canalizar los desvaríos misóginos de Trump de forma positiva otorgando a las mujeres, una vez más, el arma secreta que ganará la guerra.