Hace 50 años, en 1965, la UNESCO declaró el 8 de septiembre el Día Internacional de la Alfabetización. Por aquel entonces, el número estimado de analfabetos en el mundo rondaba los 700 millones de personas, cifra que, en términos relativos, se ha visto muy reducida en nuestros días. Sin embargo, en términos reales el número de analfabetos se ha incrementado hasta los 780 millones, lo que hace que la lucha por la alfabetización no haya concluido y siga siendo un objetivo prioritario.
Según el manifiesto que publicó el pasado Día Internacional de la Alfabetización Irina Bokova, la directora general de la UNESCO, “la alfabetización permite reducir la pobreza, encontrar empleo, tener un mejor sueldo. Es uno de los medios más eficaces de mejorar la salud de las madres y los niños, entender las recetas de los médicos y acceder a la atención sanitaria. La alfabetización facilita el acceso al conocimiento y pone en marcha un proceso de empoderamiento y de confianza en sí mismo que beneficia a todos”. Y no le falta razón.
Saber leer y escribir es el primer paso para la emancipación ciudadana, la puerta de acceso a la instrucción tanto técnica como personalizada, la ventana que abre el mundo en sus más diversas concepciones, la luz que alumbra la cultura y clarifica una visión crítica con el objetivo de mejorarla. Saber leer y escribir nos hace más humanos, porque el lenguaje es lo primero que nos distancia del mundo animal, y porque la lengua escrita es su cristalización perenne.
En 1965, los 700 millones de analfabetos adultos representaban alrededor del 30% de la población mundial. A día de hoy, ese porcentaje se ha reducido hasta el 16%, lo que no deja de ser una cifra alentadora a la par que escandalosa. Es una gran noticia haber conseguido que, en términos relativos, el analfabetismo mundial se haya reducido a casi la mitad; sin embargo, no hay que olvidar que, en términos reales, hay más analfabetos ahora que hace 50 años. Además, este problema afecta a una población muy específica que, en la mayoría de los casos, ya representa de por sí el aislamiento social, por lo que no saber leer ni escribir induce a estas personas a un círculo vicioso del que es muy difícil escapar.
Las mayores tasas de analfabetismo se concentran en los países africanos subsaharianos y en los países del sur y oeste asiáticos, es decir, en los países ya de por sí más pobres del mundo. Además, alrededor del 65% de las personas analfabetas son mujeres, una parte de la población originariamente desfavorecida y marginada -especialmente en los países más analfabetos, como Afganistán, Bangladesh, Burkina Faso, Etiopía, India, Liberia, Malí, Mauritania, Níger, Pakistán, Sierra Leona, Timor Oriental o Yemen–, lo que reduce considerablemente su capacidad de emancipación y bienestar independiente del género masculino.
Es por eso que la celebración del Día Internacional de la Alfabetización debe ser, especialmente en los países que gozamos con tasas de alfabetización relativamente altas (España, por ejemplo, ocupa el puesto 56 del mundo, ya que alrededor del 2% de sus habitantes no saben leer ni escribir), un aplauso a la vez que una demanda, ya que somos nosotros los realmente conscientes de los beneficios que supone, ya que somos nosotros los que podemos alzar la voz –y la pluma- en nombre de quienes no la tienen, ya que somos nosotros los que realmente podemos ejercer presión para conseguir que las letras estén al alcance de todos los habitantes del mundo, algo tan básico que fue recogido en la Declaración Universal de los Derechos Humanos hace casi 70 años. Porque la alfabetización es el primer paso para alcanzar la educación, y sin educación no hay futuro. Luchemos por el futuro de todos, para todos.