Estas palabras nos pueden llevar a muchas y diversas interpretaciones. Volver a la tierra puede ser morir y volver a la tierra en forma de cuerpo o cenizas. También puede ser volver al origen, al lugar donde nacimos, de donde salimos y nos fuimos para buscar un rumbo nuevo. O quizás, dejar la ciudad para ir al campo, volver a la tierra para reconectar con la vida rural.
Volver a la tierra es todo eso y más. Es conectar con la esencia que somos, con nuestras raíces y también con la muerte, como la única certeza que tenemos desde que nacemos, la que nos equipara y nos hace iguales a todos los seres humanos.
Volver a la tierra en este espacio tiempo post pandémico es replantearnos la vida, precisamente después de un periodo de cercanía a la muerte y del temor a su presencia ante la amenaza invisible de terminar nuestra experiencia en la tierra. Vida y muerte van de la mano, igual que la tierra con nosotros o nosotros con ella.
Por eso en estos tiempos es clave reflexionar sobre nuestra forma de vivir y el sentido que le damos a la vida. Incluso sin hacerlo conscientemente, los cambios en la vida se precipitan por factores externos que han convertido la vuelta a la tierra como una posibilidad cada vez más cercana y real para muchos seres humanos. Es justo lo que están haciendo los nuevos campesinos o neocampesinos que han dejado las ciudades, algunos impulsados por la conectividad que permite trabajar desde cualquier lugar, otros porque la situación de encierro los llevó a reencontrarse con el campo para respirar el aire más puro y sano posible o porque la economía rural es más simple a la vez que accesible en todos los sentidos para satisfacer las necesidades básicas de la vida. También hay quienes estamos pensando en volver al campo o en tener opciones intermedias para hacer una transición paulatina hacia una vida rural.
Volver al campo, a la tierra, es una alternativa de vida en muchos sentidos, desde cultivar el alimento -a ser posible sin tóxicos ni químicos contaminantes-, hasta recuperar los ritmos naturales. Es reconectar con los ciclos naturales de los que hemos perdido referencia en las urbes, como los tiempos de las cosechas, los movimientos de las estrellas ocultas por la contaminación lumínica, la conexión con el agua que corre entre las plantas, el viento limpio que refresca la cara y despeja las nubes… todo eso es volver a conectar con la tierra!
También volver a la tierra es, incluso estando en las ciudades, recuperar los elementos saludables que tienen la energía del sol y de la tierra limpia, que no son como los que salen de las grandes superficies o procesos industriares, sino los que tienen la energía de esos alimentos que sabían a los platos de la abuela o la madera que cortaba el abuelo para el fuego del hogar y que nos permiten recuperar sabores a través de los cuales nos conectamos con la tierra, con las raíces.
Volver a la tierra es volver a recordar nuestro origen, nuestras raíces como seres humanos que venimos de una familia, con unas historias seguramente muy conectadas con la tierra. Desde como crearon la riqueza o cómo tuvieron abandonar los hogares para buscar futuro o nuevas formas de supervivencia. De hecho, la familia misma es un árbol (genealógico) con sus raíces, ramas, hojas y semillas, unidas y articuladas a la tierra.
Es el espacio tiempo de volver a la tierra, porque esta nueva humanidad post industrial y post pandémica ha de replantearse -y lo está haciendo uno a uno, poco a poco- la vida que queremos vivir o el sentido de la vida. Para eso nos ha servido, entre otras cosas, el encierro porque hemos valorado el abrazo, que es volver a la tierra, abrazarnos, untarnos del otro, de la tierra y también bajar un poco de esos paradigmas o planteamientos que nos hacían sentir y pensar que la tierra estaba para ser moldeada por nosotros. Quizás este tiempo nos ha servido para darnos cuenta de que, como lo dicen los antiguos: la tierra no nos pertenece, nosotros pertenecemos a la tierra.
Por eso, volver a la tierra es volver a la madre, al gran útero planetario que nos cobija, nos alimenta, nos contiene y nos sostiene, aunque nos hemos alejado de ella. Sin darnos cuenta, también ahora tenemos la posibilidad de volver a conectarnos a ella, de soltar el ancla del débil bienestar o de la comodidad; bajar la cabeza para mirarla y sentirla. Entonces nos daremos cuenta de que no solo hemos de volver a la tierra, sino que nosotros somos la tierra y este es un enorme cambio de enfoque, que más allá de las consideraciones teóricas o utópicas, nos permite replantearnos la vida para replantarnos -como los árboles- en un nuevo escenario de renovación y revalorización del sentido de vivir.
Esto es mucho más que una utopía o una teoría, porque volver a la tierra es la acción a través de la agricultura ecológica, orgánica, biodinámica o de la permacultura en general que replantea la forma de conectarnos con la naturaleza y sus ciclos. Es también la bioconstrucción que incluso integra la geometría sagrada -que es la arquitectura de la vida-, o el movimiento de ecoaldeas antes calificado como ilusión hippie y que hoy es un referente para el cambio de modelo. Es el decrecimiento que va desde sesudos estudios sobre la crítica al modelo económico basado en el crecimiento y el consumo, hasta la práctica de cambios concretos que le dan la vuelta al tener para consolidar el ser en el colectivo, revalorizando otros aspectos de la vida. La suma de estos movimientos, de estas acciones están volviendo a conectar con la tierra, que es hacerlo con nosotros mismos. Porque más que polvo somos tierra, como dice la letra de una canción de música medicina: tierra es el cuerpo, agua la sangre, aire el aliento y fuego el espíritu. Los elementos que dan la vida están en nosotros.
Cuánticamente se diría que somos fractales de la tierra, partículas que conformamos una misma realidad que, en distintas escalas, tenemos la capacidad de dar saltos hacia otros niveles. De nosotros depende decidir a donde queremos ir y como vamos a volver a la tierra. La respuesta está en el latido del corazón, el nuestro, que es el de la tierra.