Probablemente tengan razón quienes dicen que, sin el teatro, nuestra vida sería más silvestre e inculta de lo que ya lo es. No es precisamente de ignorancia de lo que anda falto nuestro mundo. El teatro nos permite algo que, a la postre, resulta esencial para el ser humano: la posibilidad de (re)presentar, de (re)pensar la realidad y las circunstancias que vivimos y que nos determinan decisivamente; a veces, sin perspectiva de réplica alguna. De ahí, esa necesidad de meditación y análisis elaborado acerca del tiempo transcurrido y de aquel otro que está por venir y del que nadie sabe, a ciencia cierta, qué nos prepara.
La de Aviñón es una cita anual de la Cultura (valga la mayúscula) con el mundo del teatro. Es uno de los festivales que más expectación genera en toda Europa. Y Europa, este continente atravesado por toda clase de contradicciones y accidentes históricos, siente la urgencia de indagar la suerte que le espera.
Para Olivier Py, actual director del Festival de Aviñón, el teatro es el camino más corto que nos lleva de la estética a la ética. Es esta una verdad que, en su día y en otras coordenadas históricas, nos recordara el viejo profesor, catedrático y poeta español José María Valverde. El celebrado traductor de James Joyce pronunció en su día el que pasaría a ser un adagio de amplia resonancia entre nosotros: nulla aesthetica sine ethica. No puede haber, y no la hay, una estética sin ética. Estamos, pues, de acuerdo con José María Valverde y, cómo no, con Olivier Py: la estética, si no conduce a una consecuencia ética, no sirve ni vale de nada. Pura filfa.
Siguiendo, pues, el enunciado propuesto al principio de su programa para este año (Désarmer les solitudes; Desarmar las soledades), Olivier Py nos propone un recorrido por tres textos que constituyen uno de los fundamentos principales de la identidad europea: L'Odysée, de Homero; Sous d'autres cieux, relato procedente de la Eneida, de Virgilio, que Maëlle Poésy y Kevin Keiss nos presentan como un elemento central de su «teatro de la confrontación» basado en el movimiento, verdadera «fábrica de ritmo» que cuestiona la sociedad; y, finalmente, L'Orestie, de Esquilo, que Jean-Pierre Vincent pone en escena pensando, con ánimo pedagógico, en las nuevas generaciones que nacen a la ciudadanía europea.
¿Por qué esta premura en examinar tanto los fundamentos de la identidad europea como las proyecciones que de esa identidad se emiten, no sin aprensión, hacia el porvenir?
A nadie se le escapa que nuestro continente vive un momento decisivo, verdaderamente crucial. Si Europa no acierta a refundar el proyecto que da sentido, cohesión y conciencia a su función histórica en el mundo, corremos el riesgo de ser arrastrados por el nacionalismo rampante —que vuelve del lugar en que lo habíamos relegado— hacia abismos de locura y destrucción que, ingenuamente, creíamos superados. Porque nos habíamos olvidado del nacionalismo; pero él, bien lo vemos, no se ha olvidado de nosotros. Ni mucho menos. Ahí están, como muestra de ese retorno mezquino, gentes como Le Pen, Salvini, Heinz-Christian Strache, Orbán, Kaczyński o el «bravo» Puigdemont. Todos ellos tienen en común el rechazo de cualquier disidencia, la negación del otro cuando ese otro procede de una cultura y esfera diferentes, el cierre de fronteras y la ilusión de un pasado —que nunca existió sino como quimera— que, no se sabé muy bien el cómo ni el porqué, nos hará a todos más ricos, más felices. Espejismos que, en plena travesía del desierto que cruzamos, pueden hacernos caer en la tentación de ver a quienes salvan el mar Mediterráneo para huir de las devastaciones que el nuevo (des)orden global ha planificado, como el origen del caos y de la ruina que muchos de nuestros gobernantes han esparcido al abrir la caja de Pandora.
Caronte, pues, aguarda. Con la paciencia propia con que las parcas tejen el hilo de la vida y del destino, Caronte sabe por experiencia que la estupidez humana es capaz de erradicar la vida invocando peligros imaginarios o practicando una ya típica inversión de roles: hacer de las víctimas verdugos y de los amos esclavos de estos. La advertencia que los clásicos nos hicieran desde esos textos que siguen iluminando el paso del tiempo, resulta, a la luz de nuestra historia, de plena actualidad. Porque el delirio de esos personajes que ansían regir nuestras vidas no es otro que el de criminalizar al pobre en su plétora miserable; culpar al que huye de la peste de la guerra porque puede transmitirla por contagio en nuestras calles y plazas; y porque su sola presencia en suelo patrio constituye, por sí misma, una señal de mal augurio para todos.
Abordar, pues, la tarea que la historia nos impone, ni podemos aplazarla ni tampoco emprenderla en solitario. Así, al menos, nos lo recuerda Sarpedón en un pasaje de la Ilíada, texto que junto con el de la Odisea y los demás ya citados, conforman uno de los cimientos principales de nuestra civilización:
— ¡Oh, licios! ¿Por qué se afloja tanto vuestro impetuoso valor? Difícil es que yo solo, aunque haya roto la muralla y sea valiente, pueda abrir camino hasta las naves. Ayudadme todos, pues la obra de muchos siempre resulta mejor.
Sí, ha llegado ese momento en que preciso resulta «desarmar las soledades» y recuperar la palabra percutiva hasta hacerla fecunda en el ámbito del ágora, precisamente porque «la obra de muchos siempre resulta mejor». Y «esos muchos», al reunirse y hablar libremente de aquello que se quiere, de aquello que articula el sueño de su existencia, crean un espacio: el del deseo. Deseo que habrá que trabajar, erigir y trazar hasta obtener la realización del mismo.
Olivier Py lo dice con otras palabras, pero con idéntica significación: «Estar juntos […] es aceptar una inquietud común y esperar el retorno de los mitos fundadores». El retorno de los mitos fundadores... que no la vuelta de los brujos.
En su editorial, el director del Festival de Aviñón, influido tal vez por el espíritu de Pier Paolo Pasolini, nos refresca la memoria al recordarnos que «el consumidor consume solo y se consuela a sí mismo en una lujuriante miseria, compra ruido para alejarse un poco más de aquello que podría salvarle».
Para Olivier Py —acierta plenamente al decirlo— «aquello que nos salva no es otra cosa que el hecho de pertenecer a la Historia, es la sensación de haber participado en la misma». De ahí la imperiosa necesidad de revisitar los mitos fundacionales de nuestra civilización, de dialogar sobre ellos y conectar con el alma que dio vida al proyecto europeo para renovarlo en el marco de un nuevo contexto.
El peligro, en caso de permanecer inactivos, de aceptar esa zona gris donde anidan el miedo y la cobardía, no es otro, según él, que el de «vivir en un mundo desencantado, un mundo en el que nos encontraríamos solos frente a la culpabilidad y la impotencia».
No es mal propósito el que anima esta edición del festival de Aviñón. La ciudad, repleta de gentes que proceden de todo el mundo, ansían y buscan una brizna de luz que alumbre el camino que nos queda por transitar. Camino abrupto y difícil en esta hora incierta, donde tantas preguntas quedan sin respuesta y donde el teatro plantea, desde la belleza formal de una ética insobornable, muchas de las cuestiones que a todos interesa, ya que, de alguna manera, todos somos cuestionados por las mismas desde la región más íntima y oscura del alma que nos guía.
Una sugerencia, por último, se impone en el marco de esta reflexión que expongo ante mis lectores: la propuesta elaborada por este festival podría completarse con la participación del público en espacios que, similares al del teatro del Odeón de París, en el ya lejano año de 1968, diese la oportunidad de tomar la palabra a todo aquel que algo tenga que decir en esta tesitura. Sería una forma de dar curso y continuidad al planteamiento que Olivier Py, desde la plataforma de su programa, nos propone como forma de participación ciudadana.
Solo me resta decir que si Aviñón, según el decir de algunos, no vale una misa, bien merece una visita.